Hombres: Una historia de sangre, sudor y muerte
Nos gustaría creer que la historia de los hombres es un relato de gloria, honor y libertad, pero por desgracia se parece más a una tragicomedia de trabajo, sacrificio y explotación.
¿Los hombres construyeron el mundo que habitamos hoy? Supongo que, si enumeráramos los logros e hitos históricos que dieron forma a la sociedad contemporánea, y los distribuyéramos según el sexo que más influyó en su materialización, podríamos decir que, en efecto, a los varones se les puede atribuir la mayoría de los avances positivos de la humanidad.
Desde la revolución agrícola, los progresos en medicina, ciencia, arte, política y economía han estado mayoritariamente impulsados por figuras masculinas.
No obstante, también podríamos decir lo mismo de lo opuesto: virtualmente todas las más espectaculares calamidades registradas en la historia son obra de los hombres: las guerras, las hambrunas, los genocidios y los exterminios.
Es dramático, pero justo decir que, en términos históricos, los hombres han sido tanto una bendición como una maldición para la humanidad.
Por otro lado, tengo un pequeño problema con esta manera de ver las cosas: siendo honestos, me parece excesivamente simplista y absurda.
Expresiones como “los hombres han gobernado el mundo” o “este es un mundo de hombres” transmiten la idea de que los hombres hemos actuado en conjunto a lo largo de la historia, para acumular poder y privilegios en detrimento de cualquier otro grupo social.
El problema es que los hombres, como género, es un grupo que está muy lejos de ser uniforme en términos de privilegios y poder acumulado. La mayoría de los hombres de la historia no pertenecieron a las clases dominantes, no fueron reyes, empresarios, políticos ni detentaron algún puesto de poder.
Todo lo contrario:
La mayoría de los varones que han existido han sido esclavos, plebeyos, obreros y campesinos. La mayoría estuvieron en el campo, en las fábricas, en las calles y en las líneas de combate. La mayoría se hicieron cargo del trabajo sucio requerido para materializar y sostener la infraestructura de las ciudades, o estuvieron en los campos, en el bosque y en el mar, cazando y cosechando los alimentos de la mayoría.
Y llevar a cabo esa labor, por supuesto, implicaba beneficios, pero también entrañaba sus peligros: labores forzadas, accidentes y, en el peor de los casos, la muerte. Una dinámica muy similar a la de hoy en día:
En pleno siglo XXI, mientras que los salarios entre hombres y mujeres son cada vez más parejos, se estima que más del 90% de los accidentes mortales en el trabajo corresponden a hombres.
Los psicólogos John Barry y Martin Seager, se refieren a este fenómeno como ‘el sacrificio de la clase trabajadora’.
Aun hoy -escriben- los hombres continúan realizando los trabajos pesados, sucios y peligrosos en todas las sociedades. Sin embargo, los hombres que son constructores, mineros, bomberos, canteros, trabajadores de carreteras, pescadores de alta mar, andamieros, montadores de estructuras, excavadores y que ocupan muchas otras profesiones peligrosas no son celebrados por su género de una manera positiva.
Nos gustaría creer que la historia de los hombres es un relato de gloria, honor y libertad, pero por desgracia se parece más a una tragicomedia de sangre, sudor y muerte. Quizá por eso el mito del héroe nos atraiga tanto, porque resulta una rareza para casi todos: poquísimos hombres tuvieron la oportunidad de bañarse en las aguas del heroísmo a lo largo de la historia. Es atractiva, me parece, precisamente porque es irrealizable para casi todos.
Los hombres que habitamos hoy somos, en su mayoría, descendientes de aquellos hombres que levantaron ciudades y construyeron puentes, en el mejor de los casos, a cambio de un salario miserable, y en el peor, en condiciones de explotación y esclavitud.
Y sin embargo, en la cultura popular moderna, se nos representa como los herederos del poder. Se recurre al arquetipo del héroe, del rey y del conquistador para analizar la historia de los hombres, en un intento por justificar la retórica que sugiere que, en su naturaleza, el hombre lleva la semilla de la opresión, la avaricia y la tiranía.
Sin embargo, esta visión está muy alejada de la realidad. La verdadera esencia de la experiencia masculina en su paso por el mundo se revela al examinar las vidas de los esclavos, los trabajadores, los campesinos, los soldados de bajo rango y los iletrados, y no a través del prisma de una élite opresora y privilegiada.
Una de las causas de esta confusión, se debe a que, al analizar el papel de los hombres a lo largo de la historia, se recurre a figuras como Carlomagno, Atila el Huno, Moctezuma o Napoleón. Pero ellos, desde luego, no son representativos de todos los hombres. De hecho, es probable que muchos de ellos ni siquiera consideraran a otros hombres como sus iguales, sino como criaturas inferiores y desechables.
En su libro Sapiens. De animales a dioses, el historiador Yuval Noah Harari escribió:
“(Napoleón) no tenía en mucho aprecio a los plebeyos bajo su mando. ‘Tenemos en el servicio la escoria de la Tierra como soldados rasos’, escribió a un colega aristócrata durante las guerras contra Francia. Estos soldados rasos se solían reclutar entre los más pobres o pertenecían a minorías étnicas. Sus probabilidades de ascender en el escalafón militar eran insignificantes. Las categorías superiores se reservaban a los duques, príncipes y reyes”.
Escoria de la tierra, más que poderosos opresores. Esa es la narrativa de los hombres que necesita ser reivindicada. Una narrativa que, por otro lado, no está en oposición con la historia que se enseña en los colegios: todos esos hombres, grandiosos y tiránicos, nobles y crueles, existieron y, en efecto, dieron forma al mundo.
La cuestión es que ellos no sirven como modelo para juzgar al hombre moderno, pues no nos representan, exactamente como las reinas y aristócratas de la antigüedad no representan a la mujer de hoy. Son excepciones, no reglas, y, sin embargo, contamos la historia del hombre a través de esas excepciones.
Aunque carente de grandiosidad y heroísmo, esa es la historia que necesitamos transmitir hoy. Porque al hombre moderno, igual de desprovisto de poder que sus antepasados históricos, se le castiga por los delitos y pecados de los hombres del pasado. Nacer hombre hoy implica automáticamente formar parte de un grupo opresor y tiránico, que recurre a toda clase de argucias para mantenerse en el poder. Un poder que, por otro lado, no tienen y, probablemente, jamás tendrán.
La situación sería más tolerable si a los hombres de hoy se les reconociera por las contribuciones positivas de sus ilustres antepasados (como la ciencia, la medicina y la infraestructura que habitamos), tanto como se les demoniza por sus delitos. Pero, por desgracia, esta agrupación arbitraria solo sirve para rendir cuentas por las fallas, no por los aciertos.
Pero hagamos un experimento mental:
Demos por verdadera la retórica que sitúa a los varones como los todopoderosos de la historia. Asumamos que nacer varón era, en efecto, un augurio de buena fortuna y una garantía de una vida sencilla y buena. Asumamos que el hombre histórico no tuvo que trabajar duro ni ser explotado para ganarse la vida. Incluso si todo esto fuera cierto, aun así, eso no serviría para enjuiciar a los varones de la actualidad, porque los hombres de hoy no son los hombres del pasado.
Es una pésima idea juzgar a unos por lo que hacen otros, especialmente si se enjuicia a una mayoría por el proceder de una escasa minoría. Si así fuera, entonces todos tendríamos la libertad de condenar a grupos completos por los abusos de sus representantes más nocivos, incluso si ya no están vivos.
Solo cuando enarbolamos la bandera del racismo somos capaces de despreciar a todo un grupo, basándonos en las características de unos pocos. La mayoría de los seres humanos no actúa así porque reconoce que hay algo profundamente inmoral en ese proceder.
¿Y qué hay de esa pequeña minoría de hombres que han detentado y detentan el poder? ¿Qué hay de sus abusos y crímenes? ¿Qué hay de la clase dominante moderna? No me representan; su experiencia no es la mía. Y yo, como la mayoría de los hombres, no los apoyamos secretamente para mantenerlos en el poder y así perpetuar la creencia de que el patriarcado es el orden social de nuestros tiempos.
Si hay grupos sociales que desean ascender a esas esferas y distribuirse el poder equitativamente, que así sea. Solo hay una objeción que encuentro conveniente plantear:
Necesitamos un cambio de paradigma en la organización del poder, pero el cambio no debería ser en el sentido horizontal. Un cambio así significaría que el poder solo cambia de manos (o de género), pero, de momento, no hay evidencia sólida que indique que la distribución pareja entre diferentes géneros y grupos identitarios sea la solución a los problemas del mundo.
Por supuesto, no sugiero que los hombres continúen siendo la mayoría en cualquier esfera de poder; más bien, planteo que simplemente cambiar la composición superficial de quienes ostentan el poder no modificará fundamentalmente el funcionamiento del sistema.
Lo que realmente necesitamos es una redistribución vertical del poder, de manera que sus beneficios —entre ellos los económicos— fluyan de manera más justa desde los estratos superiores hacia los inferiores. Eso sí representaría un cambio revolucionario en la estructuración del sistema.
Pero, de momento, la atención del mundo está demasiado enfrascada en su guerra de géneros y políticas de identidad, tan acalorada e inspiradora como para darse cuenta de que desviamos la atención de la cuestión verdaderamente importante:
Es el sistema lo que necesitamos cambiar, no a los hombres.
Tus artículos son realmente excelentes. El enfoque que le das es muy enriquecedor.